Me miro en el espejo y veo mi cuerpo; un cuerpo de madre.
Una madre como tantas, pero única al fin y al cabo.
No es el cuerpo con el que había "soñado" (aunque tener un buen cuerpo nunca me ha quitado el sueño): es infinitamente mejor.
Es ancho, para poder cobijar a mis dos hijos a la vez.
Es cálido, para poder darles calor en invierno, y en verano, que el calor de madre se agradece en cualquier estación.
Es tierno, blandito y mullido para lo que quieran y necesiten en cada momento.
También es duro y fuerte, bien para jugar a cosas de chicos o para protegerles de cualquier cosa que les pueda dañar.
Es valiente, y siempre va por delante inspeccionando el terreno para anticiparse a posibles peligros.
Es sanador, y cuando se hacen daño o necesitan consuelo saben que siempre pueden contar con él. Muchas veces, precisamente porque saben que siempre pueden contar con él, no lo necesitan, aunque yo siempre se los ofrezco.
Es juguetón, y cada vez que juego con ellos, gana vida.
Es milagroso, porque crea vida.
Tiene mariposas que se reúnen en mi estómago para jugar cada vez que alguno de mis chicos se abraza a mí rodeándome el cuello con sus brazos y la cintura con sus piernas.
Es libre, porque ellos lo son. Corre, juega, ríe y es feliz cuando lo son ellos. Con ellos.
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