Ya ni recuerdo las veces que me han dicho que pienso demasiado; o que medito las cosas antes de hacerlas; o que mido mis palabras antes de hablar.
Recuerdo aquel taller-charla sobre constelaciones familiares. Pude experimentar por mí misma lo que es que mi cuerpo hiciera cosas que no me había parado a pensar. Decir cosas que sentía, pero sin haberlas pensado antes. «Yo creo...», decía. «No creas, no pienses, solo siente y haz».
Me doy cuenta que incluso cuando sueño intento que el sueño tenga su parte de realismo, de lógica, de posibilidad. Ni siquiera en sueños me dejo llevar.
Hablo de esos sueños que se tienen mientras se está despierta: de esa casa en la que te imaginas, de ese coche que te gustaría conducir, de esos tres hijos sanos y estupendos, de esa librería-cafetería de la que eres propietaria, de esa escena de sexo propia de película porno, de ese aspecto que nunca tendrás.
Mis sueños son míos, de nadie más. En ellos la única que juzga, ofende y disfruta soy yo. Yo soy mi mayor juez y verdugo. Y me doy cuenta de que no está bien, de que no es sano. Al fin y al cabo no engaño a nadie. Y los sueños son solo de quien los sueña. Esa persona es la única que pone las reglas y los límites.
Pero, mejor tarde que nunca, hay que descubrir que los sueños, sueños son. Ese mundo al que bajamos, o subimos, cada noche. Y a veces (demasiadas quizás), durante el día. Aunque ¿alguien dijo que solo se pudiera soñar de noche?
Déjate llevar, te lo digo yo, díselo tú, dítelo tú. Te lo mereces.
¿Límites? ¿Reglas? Ya hay suficientes despierta, no hacen falta en los sueños. Así no son sueños.
Un sueño tendría que ser abandonarse, dejarse llevar, sonreír y dibujar ondas con las manos.
De verdad que me gustaría soñar sin pensar, soñar como si nunca fuera a cumplirse. Soñar imposibles con la seguridad de que nunca voy a esperar en la realidad lo que sueño.