Descubrí La fórmula preferida del profesor en Instagram gracias a Marian y su cuenta Lecturas Niponas.
Me pareció muy interesante su reseña, sobre todo cuando dijo que
esta novela se alejaba de la tristeza y melancolía características de
la literatura nipona. Me
gustan, de hecho me atraen esas características, pero siempre me he
preguntado si algún autor las dejaba alguna vez de lado. Todos los recuerdos del profesor son de antes de 1975, año en que sufrió un accidente de tráfico y parte de su cerebro se dañó. Desde entonces, su memoria tiene un límite de ochenta minutos, pasado ese tiempo no recuerda nada.
Incluso con esa particularidad, su nueva asistenta y el hijo de esta consiguen forjar una entrañable relación de amistad con él que durará más allá del tiempo que ella trabaje para el profesor.
Me ha gustado mucho el libro, e incluso pensando que Marian tiene razón y que se aleja de algunas de las cosas que más caracterizan a los autores japoneses, para mí ha sido una lectura triste.
«Se puso a leer la nota más importante, la que estaba pegada en el lugar
que llamaba más su atención y que saltaba a la vista aunque no quisiera
al ponerse la americana.
"Mi memoria sólo dura 80 minutos".
Me
senté en el borde de la cama. No encontré nada más que yo pudiera
hacer. Había cometido un craso error, más bien un fatídico error.
Cada
mañana, al despertarse y vestirse, le sentenciaban la enfermedad que
padecía a través de las notas escritas por él mismo. Le obligaban a
enterarse de que el sueño que había tenido no era el de la noche
anterior sino el de la última noche que podía recordar, hace muchos
años. Lo anonadaba el hecho de saber que su yo del día anterior había
caído en el abismo del tiempo, del que no podría recuperarse nunca más.
El profesor que había protegido a Root de la pelota fallida estaba ya
muerto en el fondo de sí mismo. Yo nunca había pensado que el profesor
recibía tal sentencia cruel cada día, solo en su cama».
Lo más parecido que el profesor puede hacer a no olvidar es escribir las cosas que quiere saber que han pasado, porque ni leyéndolas en las notas que escribe y cuelga de su traje las recuerda.
«Root y yo nos comportamos con naturalidad. No hacía falta perder la serenidad a pesar de haber caído en el olvido en menos de diez minutos. Simplemente se trataba de empezar la fiesta de nuevo, tal como habíamos acordado antes. Nosotros ya teníamos suficiente entrenamiento acerca de los problemas de memoria del profesor. Y entre los dos habíamos decidido algunas reglas; es decir, siempre actuar según las circunstancias para no ofender al profesor con una actitud descuidada. Por lo tanto, debíamos de restaurar la situación, siguiendo el procedimiento al que estábamos acostumbrados».
No solo el profesor se esfuerza para que su limitada memoria no afecte a los demás, la asistenta y su hijo hacen todo lo posible para que esa falta de recuerdos no les impida disfrutar de la vida diaria.
Sin dejar esa tristeza durante toda la lectura, sí he encontrado dos diferencias respecto a lo que suelo sentir cuando leo autores japoneses.
La primera es que hay cierta esperanza en esa tristeza, porque aunque sabe que su problema no tiene solución intenta convivir con ello como mejor puede:«El profesor miró concentrado la suma escrita por Root como si comprobara una demostración matemática de alto nivel. No alcanzando a recordar por qué le había puesto aquellos deberes y qué quería decir con lo de reparar la radio, intentaba dar una respuesta a través de aquella suma.
El profesor procuraba siempre no preguntar acerca de os sucesos de hacía más de 80 minutos. Aun cuando se lo habría podido explicar enseguida con solo preguntarme qué significaban esos deberes y lo de la reparación de la radio, procuró resolver la cuestión por sí mismo intentando encontrar pistas, de un modo u otro, sólo a través del presente. Gracias a la brilllante inteligencia de que había sido dotado desde su infancia, seguramente comprendía a fondo el mecanismo de su enfermedad. No era tanto una cuestión de orgullo como que le preocupaba más bien molestar a la gente qeu vivía en un mundo de memoria normal. Decidí, por tanto, no intervenir de manera intempestiva y dejarlos».
Normalmente las novelas japonesas consiguen que se instale en mí un sentimiento de angustia que perdura incluso una vez terminada la lectura. Un vacío y una pena por lo que podría ser y no ha sido. Pero en esta ocasión, esa segunda diferencia es el alivio y la paz que me produce la falta de esa angustia.
«Quizás era porque allí imperaba una calma que yo jamás había experimentado. No es que simplemente no hubiera ruido, sino que unas capas de silencio llenaban el corazón del profesor cuando vgaba por el bosque de los números, indiferente a los cabellos caídos y al moho que todo lo invadía. Era un silencio transparente, como un lago escondido en el fondo de un bosque».
«Necesitaba sentir que, en realidad, había un mundo invisible que sostenía al mundo visible. Una línea recta que se abriera paso con solemnidad entre las tinieblas, exenta de anchura y superficie, que se extendiera sin límite hasta el infinito. Esa línea recta me sumía en un sentimiento casi imperceptible de paz».
«El profesor cerró el libro, lo puso en la silla y se acercó a Root. Las notas produjeron un susurro. El profesor apoyó una mano en la mesa del comedor y puso la otra encima del hombro de Root. Las sombras de ambos se sobrepusieron. Root balanceaba los pies debajo de la silla. Yo metí el pan en el horno».
Las descripciones me parecen dignas de mención, ya que sin hacerse pesadas son tan detalladas que puedes imaginar perfectamente lo que explican.
«El
profesor tenía sesenta y cuatro años de edad, y había sido catedrático,
especialista en la teoría de los números. Parecía cansado para la edad
que tenía. No sólo parecía viejo, sino que también daba la impresión de
que los elementos nutritivos no llegaban a todos los rincones de su
cuerpo. Su espalda encorvada hacía aún más pequeño su cuerpo de metro
sesenta. En los pliegues de su huesuda nuca se acumulaba la suciedad, su
cabello, seco, canoso y desaliñado ocultaba a medias sus grandes orejas
de la «buena suerte», de enormes lóbulos. Su voz era muy débil y se
movía muy lentamente. Para hacer cualquier cosa, tardaba el doble de lo
que yo imaginaba».
«En aquel momento, por primera vez desde que nací, experimenté un instante milagroso. En un desierto cruelmente pisado se levantó una ráfaga de viento, y apareció una nueva senda, toda recta, ante mis ojos. Al final de la senda había una luz brillante que me guiaba. Una luz que me daba ganas de seguir la senda y de hundirme en ella por entero, empapándome todo el cuerpo. Comprendí entonces que en aquel momento estaba recibiendo una bendición que llevaba por nombre chispa».
Si alguno de vosotros decide leer el libro y además de conocerme a mí conoce a Chema , creo que compartirá conmigo la opinión de que es imposible no acordarse de él. Cuando el profesor explica algo a la asistenta y su hijo de esa manera tan cariñosa y fácil de entender no puedo evitar pensar en cómo Chema de una manera tan amena consigue hacernos ver las matemáticas en todo lo que nos rodea.
Creo que ya he comentado en alguna ocasión la emoción que siento cuando soy consciente de cuánto me queda por leer, y desde que he descubierto la literatura asiática esa emoción ha crecido. Libros así me confirman que el mundo de las letras es infinito y que estaré descubriendo continuamente historias que me emocionen.