Antes de tener hijos no concebía la posibilidad de pedirles perdón.
Un día descubrí que se puede pedir perdón a los hijos. No solo que se puede, sino que se debe. Que como con cualquier persona hay que disculparse cuando se les ofende, se les falta al respeto o se les agrede física o verbalmente.
Yo no recuerdo que mis padres me hayan pedido perdón alguna vez, ni de niña ni de adulta.
Pero pedir perdón no es la solución, aunque me tranquiliza, me reconforta y estoy segura de que hago bien, lo que quisiera es conseguir dejar de hacer lo que hago, que es lo que me lleva a tener que pedirles perdón.
Quisiera tener la paciencia suficiente para no hacer algo de lo que después me pueda arrepentir, por que está muy bien saber pedir perdón, pero mejor estaría no necesitar pedirlo.
Ayer me porté muy mal con mi chico el pequeño. Ya por la tarde, a la hora de volver a casa después de haber comido en casa de mis padres, el camino fue estresante. Por el mayor no hay problema porque aunque iba con la bicicleta no cruza las calles sin mirar y se para cuando se lo digo. Pero el pequeño es otro cantar: además de que parece que vuela con la moto no se para cuando se lo pido y nunca sabes si va a cruzar la calle o no. Así que la vuelta fue una carrera constante (por mi parte), cargada de bolsas y gritando su nombre a casi cada esquina. Al final, como ya le había avisado, le quité la moto y lo dejé andando un rato por no pararse cuando yo lo llamaba. La reacción era de esperar: llantos y gritos pidiendo la moto.
En esos momentos mi nivel de tolerancia estaba bajo cero y lo único que quería hacer era llegar a casa, aunque sabía, y no me equivoqué, que eso no quería decir que la situación se arreglara. Nada más entrar al portal se puso a gritar, costumbre muy desagradable que tiene y que no hay manera que deje. Le pedí varias veces y de buenas maneras que no lo hiciera, que era muy molesto, que no se grita, patatín y patatán. Pero decidió hacerlo una vez más, y más fuerte, y ahí yo perdí los nervios.
Me arrepiento de mi reacción, de lo que hice, y la culpa fue sólo mía. Primero porque ni recordé ni tuve en cuenta en ningún momento que el niño ese día no había dormido la siesta, y ya sabemos los que pasa cuando los niños tienen sueño. Y segundo por todo lo demás: porque es un niño, porque yo había pasado casi dos horas sentada en el sillón del dentista mientras me reconstruían una muela y no me sentía bien, porque para él todo es juego, porque es pequeño y no tiene conciencia del peligro que supone cruzar una calle sin mirar, porque la sensación de libertad que da correr calle a bajo con una moto teniendo dos años y medio no da para pensar en nada más.
Le pedí perdón ¿pero de qué sirve?
Tengo claro que crecerá, que todo será más fácil, que "hará más caso", que entenderá mejor las cosas. Lo tengo claro porque tengo la prueba, porque tengo otro hijo mayor con el que también pasé momentos que creí no mejorarían y el tiempo me ha hecho ver que todo pasa, que crecen.
En mi contra a veces pienso que mi chico el pequeño me puede, que hace cosas que el mayor no hizo, que protesta más, que "hace menos caso", que me desafía. En mi favor pienso que estoy más cansada, que tengo que repartir mi atención entre los dos niños, que llevo muchas más cosas sobre mi espalda.
No es cuestión de buscar excusas, ni cosas a favor o en contra. No quiero tener que pedirles perdón porque no actúo bien. No quiero que me tengan miedo, que teman mis reacciones porque no puedo controlar la situación. No quiero sentirme así y no quiero que ellos se sientan mal por mi culpa.
Quiero poder pararme a pensar, tomarme el tiempo suficiente, el que ellos necesiten, y que la situación se solucione sin gritos, lloros, nervios, sentimientos de culpabilidad y, como siempre, pidiendo perdón.
Ayer me porté muy mal con mi chico el pequeño. Ya por la tarde, a la hora de volver a casa después de haber comido en casa de mis padres, el camino fue estresante. Por el mayor no hay problema porque aunque iba con la bicicleta no cruza las calles sin mirar y se para cuando se lo digo. Pero el pequeño es otro cantar: además de que parece que vuela con la moto no se para cuando se lo pido y nunca sabes si va a cruzar la calle o no. Así que la vuelta fue una carrera constante (por mi parte), cargada de bolsas y gritando su nombre a casi cada esquina. Al final, como ya le había avisado, le quité la moto y lo dejé andando un rato por no pararse cuando yo lo llamaba. La reacción era de esperar: llantos y gritos pidiendo la moto.
En esos momentos mi nivel de tolerancia estaba bajo cero y lo único que quería hacer era llegar a casa, aunque sabía, y no me equivoqué, que eso no quería decir que la situación se arreglara. Nada más entrar al portal se puso a gritar, costumbre muy desagradable que tiene y que no hay manera que deje. Le pedí varias veces y de buenas maneras que no lo hiciera, que era muy molesto, que no se grita, patatín y patatán. Pero decidió hacerlo una vez más, y más fuerte, y ahí yo perdí los nervios.
Me arrepiento de mi reacción, de lo que hice, y la culpa fue sólo mía. Primero porque ni recordé ni tuve en cuenta en ningún momento que el niño ese día no había dormido la siesta, y ya sabemos los que pasa cuando los niños tienen sueño. Y segundo por todo lo demás: porque es un niño, porque yo había pasado casi dos horas sentada en el sillón del dentista mientras me reconstruían una muela y no me sentía bien, porque para él todo es juego, porque es pequeño y no tiene conciencia del peligro que supone cruzar una calle sin mirar, porque la sensación de libertad que da correr calle a bajo con una moto teniendo dos años y medio no da para pensar en nada más.
Le pedí perdón ¿pero de qué sirve?
Tengo claro que crecerá, que todo será más fácil, que "hará más caso", que entenderá mejor las cosas. Lo tengo claro porque tengo la prueba, porque tengo otro hijo mayor con el que también pasé momentos que creí no mejorarían y el tiempo me ha hecho ver que todo pasa, que crecen.
En mi contra a veces pienso que mi chico el pequeño me puede, que hace cosas que el mayor no hizo, que protesta más, que "hace menos caso", que me desafía. En mi favor pienso que estoy más cansada, que tengo que repartir mi atención entre los dos niños, que llevo muchas más cosas sobre mi espalda.
No es cuestión de buscar excusas, ni cosas a favor o en contra. No quiero tener que pedirles perdón porque no actúo bien. No quiero que me tengan miedo, que teman mis reacciones porque no puedo controlar la situación. No quiero sentirme así y no quiero que ellos se sientan mal por mi culpa.
Quiero poder pararme a pensar, tomarme el tiempo suficiente, el que ellos necesiten, y que la situación se solucione sin gritos, lloros, nervios, sentimientos de culpabilidad y, como siempre, pidiendo perdón.
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