miércoles, 13 de febrero de 2013

Lo mejor de cada día: la noche

Normalmente soy yo la que arropa a los niños cuando se destapan mientras duermen. Mi chico mayor recibe bien el calor, y cuando lo tapas en medio de la noche sonríe agradecido y se acurruca debajo del nórdico. Mi chico pequeño es otra historia; si no está bien dormido lo más probable es que se despierte y aún encima se enfade...
Pero esta noche me han arropado a mí, y ha sido como una caricia.Como el pequeño había tomado de la teta derecha me había quedado dormida sobre ese lado. En un momento, noto que me tapan el hombro izquierdo y ajustan la ropa de la cama para dejarme bien tapada: era mi chico mayor, que dormía a mi espalda, tapándome, como hago yo con él... y entonces he sonreído, como hace él cuando yo lo arropo. No hace falta explicar cómo me he sentido.


Dicen que el momento de irse a dormir debería de ser siempre relajado, a la misma hora y temprano, a ser posible. En nuestro caso siempre es divertido, unas veces entre juegos y otras entre cuentos, siempre a partir de la misma hora y muy a mi pesar, nunca temprano. Quiero decir que para mí temprano son las nueve de la noche, y nosotros no conseguimos acostarnos nunca antes de las diez. Y además, hay que puntualizar que acostarse no quiere decir precisamente dormir, por lo que aunque una noche consigamos acostarnos a las diez (o incluso antes), es seguro que no nos dormiremos en cinco minutos.
Los días en los que nos acostamos "antes" (más cerca que lejos de las diez) los niños juegan un rato con su padre en la cama a hacerse cosquillas, saltar, esconderse entre las sábanas, escapar de la araña,... y cuando voy yo a dormirlos me encuentro con que la cama está peor a la hora de acostarme que a la de levantarme ;-), y que los niños además necesitan unos minutos de reposo para poder calmarse y dejar de reírse.
El día que se ha hecho tarde no hay juegos, pero sí el cuento que ellos elijan. El pequeño se duerme con la teta, no con el cuento, así que es el mayor el que marca el momento de apagar la luz.

Tengo conocidas para las que la hora de irse a dormir es una tortura porque ya saben que habrá gritos y lágrimas, que se tendrán que levantar las cuatro o cinco veces que se despierte el niño durante la noche, y que a la mañana siguiente arrastrarán sueño y mal humor. Pero bueno, supongo que les merece la pena, porque después presumen (literalmente) de que ellas están tranquilas a partir de las nueve y pueden hacer, o no hacer, lo que les da la gana.
Ellas han hecho su elección, y yo la mía.
Hace mucho tiempo que los niños no se duermen a la vez o lo suficientemente pronto como para que a mí me queden ganas de ponerme a ver la tele. No me importa, prefiero el ajetreo y la alegría de la que disfrutamos para irnos a dormir, la tranquilidad que tengo porque si el pequeño se despierta para pedir teta me tiene al lado, y si el mayor tiene una pesadilla o ganas de ir al baño yo me he dado cuenta incluso antes de que él abra los ojos.
Me gusta cuando estoy leyendo un cuento y el mayor pasa de preguntarme mil veces la misma cosa a quedarse dormido antes de pasar la página. O cuando apagamos la luz y todavía está despierto. Entonces tengo al pequeño cogido de la teta, con su cabeza apoyada en el brazo, y veo a Rodrigo a mi lado, mirando la oscuridad, tranquilo, y cómo cada vez que parpadea le cuesta más abrir los ojos, hasta que el final ya no los abre porque se ha quedado dormido, a mi lado. Es muy probable que a esas alturas el pequeño también esté dormido. Entonces oigo sus respiraciones, reposadas, serenas, y no me quiero levantar, prefiero disfrutar de la noche, mi noche.

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