jueves, 11 de abril de 2019

Una iglesia llena

El domingo fui al entierro del hijo de unos vecinos de mis padres.
Tenía 48 años, y lo recuerdo siempre agradable y educado, aunque mi único trato con él fuera saludarnos cuando nos cruzábamos en el portal.
Fui al entierro porque pude, y porque me sentía mal por él y por su familia. Aunque ya prácticamente no tengo relación con ellos y hace mucho que no los veo, el recuerdo que tengo de él es bueno.
Había muchísima gente: los bancos de la iglesia estaban todos llenos, y los pasillos laterales también.
Tres personas, una de ellas una hermana del fallecido, leyeron tres cartas preciosas y conmovedoras que él nunca llegará a escuchar, esté donde esté.
El consuelo lo necesita el que se queda, no el que se va. Y es que todos los que estábamos allí, incluida yo, necesitábamos algo de consuelo.
A sus padres, mujer, hermanos y más allegados seguro que algo de ánimo les daría ver a tanta gente despidiéndolo. Seguramente no en aquel momento, pero sí cuando recordaran ese adiós.
Pero por otra parte ¿hay consuelo suficiente cuando se pierde a un ser querido?
Supongo que consuelo no hay, pero sí tiempo, todo el del mundo, ese que no tuvo quien se fue.

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